La belleza hizo irrupción en mi vida al escuchar la voz materna desde dentro o quizás fue una emoción del cuerpo ante el roce de sus manos, o su sonrisa. Una sensación seguida de una emoción que embarga. Muchas veces los ojos se llenan de lágrimas o la piel se eriza ante una melodía o una voz o la visión de un paisaje. Como si la belleza fuera, al inicio, algo difuso y sensible ligado a la felicidad de sentirse vivos.Las emociones de la infancia desperdigadas, poderosas encienden el primer fuego de lo que será nuestra relación con la belleza que devendrá luego estética, filosófica, artística, amorosa, literaria, ligada a la naturaleza, a la vista o el oído, a la pintura o al poema, al canto o a la arquitectura, a la búsqueda del equilibrio, de la justa medida, o barroco trastorno de los sentidos, emoción sacra, pagana o kitch.
Después de esas emociones ante la belleza del padre y de la madre, jóvenes, unidos, diferentes y complementarios, de ese amor loco por ellos, deducimos muchas cosas. La dualidad, la simetría, la complementariedad de las formas, la importancia del espacio que separa y del que une, la medida del amor que es una pregunta que obsede al niño. ¿A quién se quiere más? Escoger, preferir, comparar y sobre todo pensar no por categorías sino a través de los afectos y sus laberintos, las cosas se asemejan y se acercan o se diferencian y se alejan.
Yo todavía no pensaba. Mi mundo era parejo y permanecía estático, bañado por el amor de los padres. ¿ Pero cómo salir del nido, de lo propio de su cuerpo emocional, atento a los cambios de luz, al calor del sol, a los abrazos y besos, al gusto de la comida casera, o de la delicia de los fabulosos helados de la infancia sinónimos del verano limeño?
Creo que fue al aprender a leer.
Leer y escribir y también oír leer en voz alta. En ese momento el mundo exterior abrió sus puertas. Podía leer los carteles, las historias, los nombres de las cosas. Mi percepción de la belleza se alojó entonces en esas letras que se persiguen dándonos imágenes nuevas sin requerir de soporte material. Fue un descubrimiento maravilloso. Y apareció la poesía, y el primer poeta que recuerdo: Garcia Lorca y su romancero gitano. Sin querer me iniciaba a la sinestesia, se me iban los ojos al color que traían los poemas, colores en ritmo, oralidad disfrazada de escritura, el lado populoso y popular de sus rimas, la vida parecía vibrar en los versos.
De alguna manera la lectura me dijo que la belleza estaba en el libro. Y casi no levanté los ojos de la página por años. Me bastaba con leer para poseer la belleza del mundo. Los paisajes, el sabor de los platos, el color de los brocados, la aventura. El libro resumía todo. Leer era encandilar el tiempo mientras la niñez pasaba lenta a mi parecer.
Salir de la niñez es abandonar el barco y poner los pies en tierra firme. Mi tierra de la adolescencia fue violenta, sanguinaria, temible, las calles estaban tomadas por el terror, los militares y policías. Los libros eran, una vez más, refugios. Los libros en francés de la biblioteca del colegio, la rima, el ritmo, la metáfora, las correspondencias, todo estaba en las páginas que formaban una muralla contra la violencia. El francés era una lengua desprovista de vida cotidiana, de rutina, de títulos sanguinarios en los periódicos. La lengua francesa permanecía límpida, y vivía únicamente entre los libros y las aulas.
La naturaleza, la inconmensurable belleza de mi país, estaba relegada al plano deleznable de la realidad existente. El interior del país, como le decían, eran territorio liberado, zonas francas gobernadas por Sendero Luminoso o asoladas por los militares. No podía haber belleza allí, solo temor y muerte. La belleza como una flor seca, seguía capturada entre las páginas de un libro. Y llegó la universidad donde los demás existían, había amigos que leían y escribían como yo, y estaban los libros de la Biblioteca Central.
Por esa época apareció Proust con su Parma. Proust abrió una ventana nueva, era el escritor que no sabía escribir, que buscaba la forma, que se perdía en el camino. Era el que describía tan maravillosamente los gustos, colores y ropajes, paisajes y cuadros, sentimientos y emociones que ¿Para qué salir?. La belleza estaba allí recobrada, intacta, salvada de la usura del tiempo. Pero se paga caro la belleza, se paga con la vida. Una vida entera dedicada a lo mínimo en medio de lo máximo, la guerra, los estertores de las máquinas de muerte y la amenaza sobre cualquier forma de belleza.
La belle epoque había sido para él, como para mi, una última etapa antes de caer en brazos de una realidad más mórbida que vital. Levantar los ojos de los libros se hacía urgente, la belleza tenía que estar en otra parte. ¿Dónde? En el cuerpo deseado, en el paisaje de la costa visto a través de los poemas de Blanca Varela como Puerto Supe
¨Está mi infancia en esta costa,
bajo el cielo tan alto,
cielo como ninguno, cielo
sombra veloz, nubes de espanto,
oscuro torbellino de alas,
azules casas en el horizonte¨
Esa misma costa recorrida en el carro familiar durante horas, entre arenales y espejismos. Mi país estaba allí tras los muros, explotando en las calles, bajo los cerros de Lima, en cada árbol o parque del campus donde nos sentábamos a hablar de política y del mundo.
Así caer del árbol como fruta madura y embelesarse de excursiones y playas, de verano y de inviernos húmedos y limeños. Eran los últimos antes de partir.
Descubrir a los veinte años la arquitectura. La mirada cambia y se transforma gracias al viaje, al desplazamiento del centro del cuerpo. Es como si por ondas concéntricas, a partir de la piel entera del bebé pasando por las manos, los oídos y los pies, fuese la mirada la que domina. Sin embargo, fue la lección de la arquitectura, entender la belleza de la simetría que es “creer” que hay un eje desde el cual admirar los ritmos de las fachadas, repitiéndose hasta hacer surgir un sentido. El sentido no es solo el de la frase, aunque haya una gramática de las formas. Porque vivir en la ciudad es continuamente buscar con el cuerpo una armonía, que se da naturalmente en la naturaleza, en medio de la fabricación humana.
Después de haberme solazado en la belleza a través del lenguaje llegó por fin a mi retina la pintura. La pintura al óleo, la pintura enmarcada, aquella que da la ilusión de la profundidad, de la luz pero también hacia el final la vanguardia del siglo XX, su crítica a la modernidad. Todo estaba allí, colgado de la pared ofrecido a mis ojos que ahora sí veían.
La pintura de Tilsa Tsuchiya es una pintura extraña, onírica, con formas que se elevan sin peso. Con colores que recuerdan la tierra, el gras, un celaje… al principio de niña me asustaba. Me decían: es surrealista y rara. Había mucho de lo pre-colombino también en esas formas mitad humanas mitad animales… A los niños les fascinan los seres híbridos, los monstruos pero también les dan pesadillas y escalofríos. Solo un año más tarde volví la mirada a Tilsa, y fue como si ella me estuviera esperando, paciente. Ya no se trataba de surrealismo o de onirismo. Sus obras eran tan reales como yo y su belleza residía en resumir el mundo, un impulso hacia lo cósmico, lo terrestre y nuestra interioridad, concertados, conversando. La poesía de Cesar Moro me daba el mismo vértigo, pero la palabra me era mucho más familiar.
Así, la belleza resiste siendo el lazo más fuerte que existe entre el mundo y lo que está en él, nosotros. Entre lo imposible de aprehender, la inmensidad y nuestro ojo chiquito que se expande ante esa irrupción. Todos hemos hecho esa experiencia. Hasta en las más duras vidas se dan encuentros con la belleza. Basta con levantar la mirada. La danza del polvo en un haz de luz o la forma flameante de un árbol desde la ventanilla del tren. El mundo nos acecha con su belleza frágil, tan frágil que nos da a veces pena, tristeza del instante que se va, que se lleva eso, el tesoro del ápice de belleza intacta que es como cuando dos líneas se cruzan. Uno y el universo vivo.