Nuestras caras y cuerpos

La matanza de los inocentes de Guido Reni. Apenas notamos el puñal que, desde el centro, ordena y resume la obra. Nuestros ojos se van más bien hacia la izquierda, hacia el rostro de la mujer de cuyos pelos tira el inminente asesino de su bebé. Es tan llamativo que casi arruina el cuadro; un elemento que distrae y se distingue de los demás. Cierto que esa desesperación también sintetiza la escena; el suyo es el primer grito de un coro que busca expresar una violencia casi audible, pero los alaridos de Guido no convencen: lo que vemos no son gritos sino bocas abiertas, gestos huecos en rostros demasiado tranquilos o malogrados como para visibilizar convincentemente el suplicio de las madres. Un horror sordo. Podríamos excusarlo diciendo que el pincel de Reni siempre fue demasiado elegante, demasiado clásico para el alboroto, pero sospechamos algo más: es la pintura misma la que nunca tuvo predilección por nuestras contorsiones indignas, por el desborde facial de nuestras pasiones o, en sentido opuesto, por nuestros gestos más fugaces y banales. No ignoramos los numerosos ejemplos de lo contrario, las logradas representaciones de la cólera o la congoja; no ignoramos que la una y sobre todo la otra tengan un lugar destacado en la iconografía occidental, pero eso no quita que pintura y escultura hayan dado a nuestras facciones una plasticidad más bien acotada y a menudo difícil. A partir de esto, proponemos la siguiente observación:

Así como, en el en el siglo XX, los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de David o Bouguereau, no son lo que llamamos “artistas contemporáneos” sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes “menores” las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo. Y digamos que por menores nos referimos aquí a las artes visuales destinadas más bien al entretenimiento y la decoración, desde las gárgolas a los dibujos animados, pasando por la caricatura y sobre todo la historieta.

La matanza de los inocentes de Guido Reni (1611)

Sobre el primer punto no hay gran controversia. La comparación de Frazetta y los suyos con los maestros de la pintura no solo es muy común; es algo que salta a los ojos. Basta ver el San Jorge de Rubens junto a cualquier Conan en armas; contar las veces que el Caminante de Friedrich ha servido de modelo compositivo y espiritual a guerreros y cosmonautas. Las islas, las criaturas de Böcklin, todo el conjunto de ensoñaciones simbolistas se confunde casi sin distancia con los mundos que entintan Jones y compañía. Más que casi cualquier artista contemporáneo, esta es gente que entiende de pinceles y colores, de líneas y sombras, gente que todavía cela las proporciones doradas, las leyes de la anatomía, y que conoce de memoria la tensión y el descanso de cada uno de nuestros músculos porque el sentido de su arte sigue estando -como para el arte clásico- en la gracia, la fuerza, en la gloria del cuerpo humano. 

Dentro de ese lenguaje, la historieta de superhéroes ofrece ya una primera modulación -digámosle así- respecto de las artes mayores. Por mucho que, desde el Renacimiento en adelante, la pintura buscara agotar toda posible postura de manos y miembros, no hay periodo artístico que haya podido imaginar a Spider-Man. El superhéroe pide nuevos ángulos, nuevos movimientos y, también, nuevos cuerpos: la enormidad inelegante de Hulk o la esbeltez de cualquier heroína, que da a la mujer la perfección atlética que la tradición siempre había reservado a los hombres. Un cruce entre la Gibson Girl y el hombre de Vitruvio. Esa continuidad estilística con el clasicismo es, quizás, la continuidad del héroe que se bate a puño limpio: la del atleta, el luchador o el dios, que la historieta convierte en mutante, extraterrestre, en ciudadano común, y que, llegado el siglo XX, había perdido casi toda vigencia, menguado por la maquinización de la guerra y reemplazado por la gente de a pie. Un enroque: mientras la pintura se repliega en cuerpos quietos y civiles, la historieta retoma ese universo cuyo destino sigue en manos de cuerpos musculosos y desnudos. El universo con que todavía sueña Cristiano Ronaldo.

Por otro lado, sabemos bien que, en las artes “mayores”, la representación siempre ha tendido a la idealidad y la compostura. Es el caso de casi cualquier figura estilizada, pero también el naturalismo nos acostumbró a ver figuras mayormente serenas, mayormente bellas; a procurar decoro aun en la ruina. No hay mártir que, bajo el pincel, haya perdido la entereza. Hasta los desgarbados santos de Ribera logran anteponer una suerte de invencible dignidad del cuerpo, sin siquiera apretar los dientes. Aun ahí, en la abyección de la tortura, las deformaciones más crueles a las que pueden someternos la fuerza y el dolor son corregidas por las dignidades de la belleza y el símbolo; son transformadas por un orden superior. Lo mismo vale para cualquier fiesta o batalla: ninguna puede permitirse la torpeza de gestos que encontraríamos, por ejemplo, en una fotografía porque “en el arte anterior al siglo XIX, el tiempo nunca era un instante completamente aislado, sino que implicaba lo que lo había precedido y lo que habría de seguir” (Nochlin, Realism). Por mucho que el Barroco pusiera las cosas en movimiento, los líos de Rubens no eran más que «un paradigma generalizado, eterno, de la violencia física», el movimiento como una entidad ideal y permanente”. O, lo que es lo mismo, el reflejo de una trascendencia.

Frente a ella, toda mueca es terrenal: una expresión pasajera e incorrecta que, acordemente, suele quedar relegada a las figuras secundarias, a los rangos menores. De nuevo en Ribera, es el sátiro Marsias -un ser del inframundo- quien da al martirio su verdadera cara. Lo grotesco es cosa de gárgolas, de monstruos y muertes que, como tales, se permiten todos esos espasmos negados a las personas de bien. Los vemos en los rústicos rostros que ríen de Jesús en los cuadros Grünewald, de Massys y del resto de la pintura flamenca. El norte siempre tuvo menos escrúpulo para lo bajo y lo feo. De hecho, fueron los Países Bajos los que, en el siglo XVII, ampliaron su vocabulario con todas las picardías que siempre escasearon en el sur. Los bailes de Brueghel, las tabernas de Jan Steen, los radiantes retratos de Hals y Judith Leyster; todos ellos abren un repertorio de nuevos ademanes; pintan las poses y miradas de la plebe y de una burguesía libre de báculo y blasón. A la diferencia de rango corresponde una diferencia de gestos. Ese cambio (pictórico, social) permite que, en el siglo siguiente, Joseph Ducreux retrate sus monerías frente al espejo, que en el XIX los alemanes de Adolph Menzel puedan explayarse con semejante naturalidad y que, en el XX, por culpa de gente de Norman Rockwell, ya no quede movimiento corporal o facial que la pintura no pueda reproducir con una perfección casi asfixiante, con una soltura impensable en cualquier época anterior.

Estudio de placa de Charles Bargue. Lápiz sobre papel. Imagen: Sofia Villanueva. Cortesía de la artista.

Con todo, lo de Rockwell es ya una cosa “menor”, destinada a revistas y almanaques, y es justamente su habilidad gestual la que parece dejarlo fuera de un arte “serio” que, a esa altura, ya poco y nada tenía que ver con nuestros cuerpos. El histrionismo ofende la pintura. La rebaja. Sus caprichos contradicen el trabajo contemplativo del óleo, lento de capas y tradición. Por eso quienes terminaron erigiéndolos en disciplina fueron el lápiz, la pluma, el buril quizás, pero no el pincel. Fueron las ilustraciones en los libros y periódicos de la era moderna; es decir, medios discursivos y no solamente visuales. Fue la caricatura, del italiano “caricare”, “cargar”: “cargadura”, por así decir. Ese juego permitió que nuestros rostros eludieran el control del gremio y el comitente y que, al modo grotesco, se deformaran para ganar elasticidad, para amigarse con lo trivial y cotidiano y para hacer regla de esas caras y comportamientos que en las artes mayores eran solo excepción. Desprendidas de la tela, impresas sobre el papel, las figuras fueron ganando en amplitud expresiva lo que perdían en densidad simbólica, adecuándose a un régimen visual (hecho de publicaciones, publicidades, películas, pósters, productos, etc.) cada vez más atravesado por la palabra.

En esto la historieta es ejemplo cabal.  Si “la pintura es la escuela del silencio”, como dijo -dicen- Paul Claudel, la historieta es el dibujo de la palabra hablada y, desde este punto de vista, es a la pintura lo que la burguesía era al clero y la nobleza: un arte “menor” despojado de toda iconografía tradicional e incapaz de contentarse siquiera con el “fragmento temporal desgajado” (Nochlin) de la pintura realista porque ninguno de sus instantes se sostiene ya por sí mismo: cada viñeta debe hilvanarse con la siguiente para construir el sentido que solo puede darles el relato. Ajena a la concisión del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás practicaron; a articular ojos, labios, manos y cuerpos enteros para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada situación. La historieta es, como explicaba Will Eisner, un “arte secuencial” y se la debe comparar más bien con el cine, “del que en realidad es un antecesor” (Comics and Sequential Art). Y si bien el naturalismo la emparenta decididamente con las bellas artes, su herencia caricaturesca la abre también a una infinidad de estilos, le permite fundar un reino inagotablemente plástico donde, ya sin constricciones de usanza ni método, es posible representar cualquier cosa de cualquier modo.

Conscientes de esa nueva habilidad, los artistas solían crear piezas que la ponían de relieve: dibujos que amontonaban muecas y posturas, cada una más peculiar que la otra, en una suerte de catálogo. Lo hacía el mismo Rockwell, lo había hecho antes Daumier y, quizás antes que todos, algún Carracci. Es un hábito viejo como el género mismo y, curiosamente, son ese tipo de inventarios los que hoy desfilan diariamente ante nuestros ojos: memes, gifs, emoticones y “stickers” que consuman la textualización de la imagen. Desde el diseño gráfico, desde el reciclaje del patrimonio televisivo y cinematográfico, cada formato elabora un elenco de figuras hiperexactas que permiten abreviar, absorber o acompañar la palabra pero que, por eso mismo, solo funcionan al interior de la comunicación escrita. Aprendemos a ver pensando epígrafes. O a hablar con dibujitos. La nuestra es una imagen puramente incidental cuyo formato, fragmentario y reducido, resume el sentido del intercambio telemático. Es difícil encontrar hoy una representación que supere esa lógica. El derrotero de nuestras caras y cuerpos, que va de la solemnidad al desparpajo, es también el de un mundo cada vez más dinámico, más horizontal, que ya no puede sustraer sus figuras a la coyuntura.

Alejandro Grimoldi

Alejandro Grimoldi es hoy traductor del inglés, francés e italiano al español. En una vida anterior trabajó, no siempre a desgano, como periodista cultural en varios diarios y publicaciones y haciendo prensa para empresas y para Fundación Proa. En la universidad fue ayudante de cátedra en Sociología y Epistemología.