Busqué una carta que ella me había escrito para un cumpleaños y la puse junto a otros objetos en una mesa baja. Fotografías, piedras, cadenitas, flores logran encajar y volverse una superficie que me alivia y puedo ver. A veces los reordeno, el lugar de cada uno tiene un sentido y aunque no logro adivinarlo quiero que permanezca así. La creación de un altar o una especie de altar se vuelve un acto instintivo, como si fuera darle cuerpo a una meditación que la necesita. O la necesidad es que esas ideas se detengan en algún lugar y no desaparezcan. Pueden reposar, dar vueltas, encarnarse en esa materia.
Estoy lejos de casa ahora, las reglas impiden moverse, no va a haber ningún lugar donde pueda encontrarme con otros y construir la pérdida. Lo más que puedo hacer en el intento, aunque me resulte falso, es ponerme a buscar fotos y tener una relación de búsqueda con el recuerdo, en solitario.
Me mandan el link de una misa que se oficiará en una red social, nada de lo que tiene que ver con el ritual o la comunión parecen existir y entrar en ese link es entrar en una experiencia dormida. Del rito solo queda su representación en una ceremonia continua. Lo dejo, puedo retomarlo después. El link queda colgado y va a ser distinto verlo y escucharlo ese día, al otro día o varios días después. Voy a poder entender de qué se trata pero no voy a dejar de sentir que es una experiencia de aire o lo mismo que nada.
Quedo un poco protegida de la noticia de la muerte, es como si no hubiera sucedido. En este tiempo algunos amigos se fueron como fantasmas, de a poco desapareciendo, quedando en otro lado.
No dejé de pensar en qué significa estar rodeado de objetos que no sabemos qué significan. Tal vez dejan su huella para que lo sepamos más tarde, como un mensaje en clave. Recuerdo que en El sacrificio inútil de Catalina León (Buenos Aires, 1981), una muestra que se llevó a cabo en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en 2015, la materialidad parecía imponerse. Distintos retazos de telas y bordados armaban cuevas, ocultaban o protegían interiores; la obra se recorría como un circuito cerrado y al interior de algo. La instalación estaba pensada para ir adentrándose en esas capas. Ese avanzar lo sentí como una intuición de aquello que está dentro de la materia; del valor espiritual en la materia, el que no se percibe inmediatamente sino que puja con el tiempo y late, la espiritualidad de la obra.
Catalina León podría decir que empezó a armar altares cuando era muy chica y que el instinto religioso fue previo al artístico si bien no creció en una familia que fuera especialmente religiosa. Su mundo está poblado de dioses y deidades. Esa conexión con algo invisible, esa sospecha, empezó de chica, luego fue pausada en la adolescencia para retomarse en la veintena y en el comienzo de la práctica artística. Fue el rapto, un desborde de los invisible hacia lo visible lo que la llevó a pintar y fue un estante que había en su taller lo que la llevó a construir un altar.
“Vi en el estante, esa disposición del espacio a anidar algo sagrado”, colocó allí dos objetos que eran significativos para ella y a partir de ahí otros objetos fueron sumándose.
La obra se distingue del altar. La obra es el lugar donde todo puede ser recibido: el deseo, el capricho, el accidente, la sugerencia, la prueba y error. En cambio lo que entra en el altar exige más sentido en cuanto a su materialidad, su representación, el orden en el que llega, el momento, lo que se intenta movilizar a través de la incorporación de ese objeto. El altar puede funcionar como una brújula, algo que orienta, que recuerda de donde se viene, a dónde se va. Hay una jerarquía de lo que importa a la que hay que prestar atención. Es también un lugar de agradecimiento, de pedido y de conexión con lo trascendente. Parece haber una relación entre el estado del altar y el estado de la psiquis.
En la serie que formó parte de El Sacrificio inútil, las obras empezaron a incorporar la dinámica de integración que tiene el altar. La necesidad de que algo concentre una cantidad de peso o de energía, un movimiento que viene dado desde otro lado. El altar sería el mundo de lo sacro y el arte es el mundo de lo profano y de pasaje. La práctica artística es el estado de preparación, el estado del altar es de lucidez. Se puede ir hacia el altar o que este emane la energía que concentra a partir de objetos que lo pueblan, que están en sintonía con movimientos psíquicos, internos, siempre en diálogo con lo inexplicable que se manifiesta de una manera concreta y tangible. El altar no es fijo. Por períodos un objeto, una imagen, puede tener más fuerza que otras, requerir y emanar una atención especial. Nuevos objetos pueden entrar en él.
A veces en primera instancia su significado no es tan descifrable pero luego ese objeto va desplegando su sentido. Esa forma de aproximarse empezó a cobrar fuerza al momento de hacer obras donde el movimiento se retiene hasta que algo dice sí. Así por momentos, la obra como el altar devienen escalera, así es como ella llama a un espacio entre lo profano y lo sagrado. La obra es antesala, el altar es un borde. Se tocan, no se mezclan. La obra debe permanecer porosa, allí reside su fuerza.