Busqué una carta que ella me había escrito para un cumpleaños y la puse junto a otros objetos en una mesa baja. Fotografías, piedras, cadenitas, flores logran encajar y volverse una superficie que me alivia y puedo ver. A veces los reordeno, el lugar de cada uno tiene un sentido y aunque no logro adivinarlo quiero que permanezca así. La creación de un altar o una especie de altar se vuelve un acto instintivo como si fuera darle cuerpo a una meditación que la necesita. O la necesidad es que esas ideas se detengan en algún lugar y no desaparezcan. Pueden reposar, dar vueltas, encarnarse en esa materia.
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Podríamos excusarlo diciendo que el pincel de Reni siempre fue demasiado elegante, demasiado clásico para el alboroto, pero sospechamos algo más: es la pintura misma la que nunca tuvo predilección por nuestras contorsiones indignas, por el desborde facial de nuestras pasiones o, en sentido opuesto, por nuestros gestos más tontos, fugaces y banales. No ignoramos los numerosos ejemplos de lo contrario, las logradas representaciones de la cólera o la congoja; no ignoramos que la una y sobre todo la otra tengan un lugar destacado en la iconografía occidental, pero eso no quita que pintura y escultura hayan dado a nuestras facciones una plasticidad más bien acotada y a menudo difícil.
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La pintura de Tilsa Tsuchiya es una pintura extraña, onírica, con formas que se elevan sin peso. Con colores que recuerdan la tierra, el gras, un celaje… al principio de niña me asustaba. Me decían: es surrealista, es japonesa, es rara. Había mucho de lo pre-colombino también en esas formas mitad humanas mitad animales… A los niños les fascinan los seres híbridos, los monstruos pero también les dan pesadillas y escalofríos.
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