Me pregunto qué significa una casa, eso que los griegos llaman domicilio: el sitio al que se regresa después de un largo periplo. Visto así, el viaje es condición necesaria para tener un espacio propio. Serán la nostalgia o el hastío las emociones que forjen el camino de vuelta.
Me recuerdo en Budapest, en un cuarto de hotel, cuando la euforia impide el sueño.
La escritura no puede paliar el insomnio porque me conformo con la idea o con la certeza de una escritura futura. Si me hubiera sido posible, habría señalado entonces la comparación entre los viajes y el acto de escribir.
Se toman notas y apuntes, se subrayan frases y se dibujan planes. Una cartografía de lo vivido, de lo posible, de lo deseado. A través de lo visto o leído, se ensaya de manera atolondrada, sufriendo el acoso del olvido y de la imprecisión, un proyecto, se imagina o sospecha lo que vendrá. Luego, la escritura, cuando ocurre, consiste en borrar y darle un orden a ese palabrerío, se desanda el camino hasta llegar, por fin, a la página en blanco.
Las horas insomnes en un hotel son el punto exacto de lo que más tarde habré escrito.
La arrogancia de una obra comienza con un vacío que nos es propio, inspirada por nuestros vaivenes, por nuestras tachaduras y descartes. Recién entonces habremos acabado con la tarea del escriba y seremos, otra vez, presa de las limitaciones de la palabra, de las trampas de la memoria, del carácter inagotable del deseo.
En las oscilaciones entre el viaje y la casa, si nos detenemos en la escritura, ciertos lugares se nos presentan como enigmáticos y caprichosamente indispensables. Si la literatura está fundada en los textos homéricos, entonces puede entenderse como una reflexión sobre la hospitalidad y la ausencia: los anfitriones, a veces temibles, con los que se encuentra Ulises durante su viaje, Penélope y Telémaco como el signo de la ausencia, del no estar en Itaca. La escritura y la experiencia, si una y otra cosa difieren, coinciden en esa oscilación entre el recorrido de un viaje y los puntos en los que ya no estamos o que alcanzaremos al final del viaje.
En ausencia y desde el exilio descubrimos de dónde somos.
Entonces me duermo, sin darle demasiada importancia a los lejanos ruidos de obras, sin preguntarme por qué a esas horas de la noche en el hotel se dedican a martillear y a perforar paredes. Duermo despreocupado, sin establecer ninguna relación entre los viajes, el hogar, la escritura y los hoteles; sin saber que habrá algo, un episodio que podría carecer de importancia, que será el comienzo de una tardía y extemporánea reflexión sobre las relaciones entre esos elementos. Del sueño sólo recuerdo el progresivo pasaje de la euforia hacia el cansancio y la duermevela.
Hay otra imagen, en otra ciudad, tiempo más tarde, cuando ya, alguna vez, haya escrito algo, cuando la página ya no esté en blanco sino escrita. Una cama, de una o dos plazas, la mesita de luz, una mesa y una silla, el armario y la serie de perchas iguales y con el logo del hotel, el teléfono y las instrucciones de uso, el mapa de la salida de emergencia y las tarifas colgadas en la puerta, las ventanas corridas y, a través de la ventana, en el mejor de los casos, una vista a la ciudad o al paisaje. En ocasiones, una heladera, varias botellas y snacks caros. Es posible hacer el esfuerzo y precisar marcas, estilos en el mobiliario, el gusto de los cuadros y de las fotos elegidos para decorar el sitio, algunos lujos poco habituales y la calidad de las sábanas o del colchón.
Cuando se trata de recordar con precisión un hotel, surgen los versos: monumento de una tarde sin duda inolvidable y ya olvidada. El recuerdo nos señala la experiencia inolvidable, la emoción ya lejana, vivida en un lugar que olvidamos o que confundimos con otro. Lo que distingue a un hotel inolvidable no es aquello por lo que buscamos definirlo o recuperarlo como diferente al resto, por las características señaladas en las guías: el piso de madera, las elegantes escaleras o la calidad del desayuno. Lo distingue la experiencia perdida y la posibilidad de un relato.
La escritura da forma a los recuerdos.
Intuyo que existe algún tipo de vínculo entre los hoteles y la escritura, entre esos objetos que utilizamos y que ahora ya son el instrumento de otro. La única manera de saber si la intuición tiene asidero consiste en explorar historias de los hoteles y los vaivenes de la escritura, y la exploración cobra la forma de la escritura.
Vuelvo, entonces, a la primera noche insomne en Budapest. ¿Acaso no sería más interesante referirse a la ciudad, al viaje, a los recorridos y a los encuentros y desencuentros que haya podido vivir? Al igual que cuando estoy en cualquier otra ciudad, saco fotos como si fuera la manera más adecuada para quitarme de encima la responsabilidad, incluso, por momentos, la obligación de la imagen. Lo que uno debe ver y debe recordar del lugar visitado, lo que aparece en las guías, lo que suele definirse como inolvidable.
No suelo ver las fotos. Prefiero otras sensaciones, las de esa euforia que precede al insomnio y, por fin, al sueño. Quizás sea la escritura la que se encargue de ellas, las que surgen de la certeza por el olvido, por la imprecisión a la que nos sume la memoria.
Juego con la idea de que la literatura es lo inolvidable ya olvidado, lo que necesita de la experiencia para forjar un relato sobre lo perdido. Somos incapaces de precisar las tramas y los personajes de una novela que nos gustó. Queda la emoción, una o dos ideas, un régimen de afectos y pasiones.
¿Queda algo de nosotros en una habitación cuando ya la hemos abandonado? ¿Qué puede quedar en un cuarto húngaro del que apenas si tengo recuerdo? ¿Por qué, en lugar de centrarse en otros aspectos, el deseo de la escritura insiste con el recuerdo de los hoteles, en particular, el recuerdo del hotel húngaro?
Primero es la euforia y el insomnio, luego se produce paso de la excitación al sueño, y por últimos, los ruidos lejanos se hacen cada vez más fuertes, hasta irrumpir en el sueño y en la habitación. A oscuras, sentado en la cama, el corazón late rápido y las imágenes del sueño y del recuerdo se entremezclan. Han abierto la puerta de la habitación, son dos o tres personas, y entre ellos hay una voz de mujer. Me pongo de pie. Hablo y entonces ellos gritan. Encienden la luz del cuarto. Estoy en calzoncillos, frente a un grupo de personas que ya no grita y que me observa de manera extraña. Después de un silencio incómodo y bastante patético, es el hombre vestido de traje, al que creo recordar haber visto en la conserjería, el que habla en un idioma que no entiendo. No alcanzo a saber si me amenaza o se disculpa. La mujer y el otro hombre no dicen nada, esperan. Cuando los tres salen de la habitación, ya no vuelvo a dormir. Son las cinco de la mañana. Es invierno, nieva. La luz sigue prendida y yo, acostado, miro al techo. No busco un lápiz y papel, no busco entender nada sino esperar hasta la hora del desayuno, cuando me encuentre solo en una sala en donde podrían caber cien personas y en las que veo a esas tres personas trabajando, que me observan sin apenas hacer un gesto ni decir nada.
Sólo más tarde, intuyo, recuerdo y escribo. Ciertas intuiciones no fallan, hay que seguirle las pistas. Pienso que soy un extraño en un hotel y enseguida me pregunto si es posible esa categoría, si alguien puede esquivar la etiqueta de extranjero cuando es huésped. ¿Podré volver? ¿Cuál es mi casa? Quizás lo sean los hoteles y parte de mi destino consiste en escribir sobre ellos. Escribo las primeras líneas, estoy en la cabina de un avión y transpiro: la policía y sus perros se pasean por los pasillos. El escriba de los hoteles, dios de seres desconocidos, invoca al tiempo perpetuo y desde el umbral del mundo crea, lejano, imaginario y real, un hogar posible al que volver, al que seguramente él no vuelva nunca y, sin embargo, visiten los otros.