Como el tiempo, como una historia: Así se despliegan, entre mantras y coitos, seres de una mitología nueva – mestiza, gozosa, resbaladiza – inventada por Yanieb Fabre (México, 1983). Un París en pandemia fue el contexto. La artista mexicana, con la compañía de su música, desde el encierro – forzoso y dichoso a la vez – fue desenroscando su imaginario, mientras se iban acumulando en su espacio los rollos de papel. Frente a las chimeneas de París, desde el profundo pozo interno de un México recordado e huidizo, en un transe de ritmo constante (¿Acaso pararse no es pudrirse?) fue naciendo de sus manos incansables una cosmología de sorpresas. El motivo: vestir las escaleras mecánicas del nuevo Palacio de Hierro de Coyoacán – uno de los centros comerciales más cotizados de América latina. La comisión se concretó en plena pandemia. Ante un afuera cerrado, la artista se volcó plenamente a su mundo interno de animales salvajes y seres alados.
De vez en cuando, inquieta, yo llegaba a su casa a tocarle el timbre. Me abría la puerta como si nos hubiésemos visto horas antes. Me preparaba un té, y se volvía a absorber en la obra. Así, pude presenciar algunos momentos de arrebato creativo. Yanieb acostada en el piso, boca abajo, como una niña, coloreando sin cesar. Dibujando a la vez que charlaba de banalidades de la vida, de lo complejo de ese momento, de lo mal que estaba comiendo y de la música que la salvaba. Al cabo de un tiempo, se levantaba y desenrollaba su pieza. Frente a mí, aparecía una obra maestra de colores danzantes: fauna imaginaria, plantas carnívoras, astros y palabras que cohabitan. De su presencia, emanaba la belleza de una evidente claridad.
Meses después, viajé a México, y como peregrina, entré al Palacio de Hierro. Mis pasos me dirigieron, ante el asombro de los vendedores, al centro del centro comercial. Las escaleras mecánicas me dejaron boquiabierta. Un mobiliario público que suele pasar desapercibido se transformó, por la magia de Fabre, en una maravillosa pieza cinética y una escultura monumental de veinte metros de alto y cuarenta metros de largo. La obra, jamás abarcable en totalidad con la mirada, es una declaración de amor total a Coyoacán, a México, a la vida y a sus ciclos. Esas cintas, códices, bien podrían ser películas de cine o fajas de huipil; o un inmenso corazón cuyas arterias laten al pulso de cada persona que las transita: la artista nos transforma en actores de una obra que, sin nuestros pasos, no existiría. Más que una simple circulación urbana, el acto de subir y bajar, a través del mundo de Yanieb Fabre cobra el significado metafísico que le da cada vida.